“En cine uno no se puede permitir hacer una música que llame tanto la atención que haga olvidar lo que está pasando en la escena” |
JT: Eso no es poco. Me gustaría que hablásemos un poco sobre tu faceta como compositor de cine. He leído en alguna entrevista que en tus inicios, una de las formas de ganarte un buen dinero fue con el cine. Tras una serie de cortos y de proyectos menores, llegas a participar en películas como El espíritu de la colmena o La caza, obras hoy míticas en el cine español moderno. ¿Cómo te planteabas estéticamente ese trabajo siendo un representante de una música avanzada y de vanguardia? ¿Cómo das el salto al cine, a un medio que me imagino que te exigía un planteamiento estilístico distinto ya que te dirigías a un público objetivamente diferente? ¿Fue eso enriquecedor para ti, resultó estimulante trabajar con personajes de la importancia de Víctor Erice o Carlos Saura?
LP: Pues no, por desgracia no fue así. Yo el cine siempre lo vi como un gana pan, esto es, una manera de salir a flote económicamente porque estaba muy bien pagado. Tuve la inmensa suerte de conocer a Elías Querejeta cuando todavía no tenía su productora, sino que hacía cortos.
Nos hicimos muy amigos y cuando fundó la productora me pidió la música de las primeras cosas que hizo, las películas de Antxon Ezeiza, etc. Eso me vino como anillo al dedo desde ese punto de vista, pero yo sabía que estaba atado de pies y manos, que tenía que hacer una música muy al servicio de lo que era la película y, sobre todo, de lo que me pedía el director.
JT: ¿Esos directores eran musicalmente poco receptivos?
LP: Directores que fueran abiertos hubo, claro que hubo. Por ejemplo, Víctor Erice, sin duda, era uno de ellos. Me dijo que hiciera lo que quisiera sin pedirme nada, salvo que sacara la canción popular de Vamos a contar mentiras, eso es lo único que me pidió.
En aquel período era bastante libre Carlos Saura, después cambió completamente y empezó a hacer otras cosas y yo ya no hacía cine, o sea que de eso me libré. En La caza, lo que yo hice le pareció de perlas.
Otros eran otra cosa. Por otra parte, yo no hice películas solamente para Elías Querejeta, también colaboré con otras personas que eran mucho menos abiertas y ya sabía lo que me esperaba.
JT: Eso sería básicamente alimenticio.
LP: Claro. Yo no le doy ningún valor a esa música. Tan es así que no conservo ninguna partitura y que cuando me las han pedido casas de discos especializadas en música de cine he dicho siempre que no.
Ahora en Bilbao, mi pueblo, hay un festival de cine dentro de un mes o cosa así y me van a dar un premio, una estatuita o algo así, por mi trabajo en el cine. Y yo le dije al director: “te repito por enésima vez que yo no creo que esa música tenga ningún valor. Si vosotros me dais un premio, yo lo acepto, no lo voy a tirar, pero estáis muy equivocados”. Esa música tiene un valor muy dudoso, porque en cine uno no se puede permitir hacer una música que llame tanto la atención que haga olvidar lo que está pasando en la escena.
JT: Supongo que si sustituye a lo visual ocupa un espacio que no es el suyo.
LP: Si lo visual se queda detrás de la música, como música será buenísima, pero como música de cine es muy mala. No puede ser.
JT: No quisiera que acabáramos esta charla sin referirnos a la música escénica, que representa una parte muy importante en tu obra.
LP: ¿Te refieres a las óperas?
JT: Sí.
LP: Sí, eso para mí es muy importante. Yo tenía desde siempre muchas ganas de hacer música escénica y las óperas fueron precedidas de una serie de piezas en la segunda mitad de los 60 (Very gente, Sólo un paso, Protocolo) que eran música para la escena y que, sin embargo, a lo mejor no tenían texto.
Pero ya en los 70, que también hay alguna, empecé a plantearme en serio hacer una ópera con todas las reglas del arte.
Una cosa que me sirvió de gran acicate fue el uso que se había hecho de nuestra lengua en relación con la música. Yo creo que, sobre todo en aquellos años, porque hoy ya es distinto, era un uso muy limitado.
Los compositores parece que no se dieron cuenta o no les interesó durante largos años la revolución que supuso para nuestra lengua, por ejemplo, el Modernismo y la Generación del 27. Ninguno de los grandes compositores que en aquel momento podía existir se sirvió de eso para hacer algo.
La famosa amistad entre Falla y García Lorca no produjo nada. Y así podemos seguir hasta mañana. Cuando alguien se sirvió de algunos textos de Alberti, como por ejemplo Ernesto Halffter, es el Alberti popular, el Alberti de Alba del alhelí o de Marinero en tierra, que son casi coplas andaluzas, esa es la verdad. No es el Alberti de Sobre los ángeles ni el Alberti de Cal y canto, no, qué va, es otra cosa mucho más ligera y más próxima al folclore.
Yo pensaba, quizá por haber conocido a Vicente Aleixandre o quizá porque sí, no sé, que había ahí una cantera increíble de nuestra propia lengua, de las posibilidades del castellano.
Casi siempre, nuestra lengua, como todas las lenguas, tiene una serie de patrones con los que un gran artista puede jugar para transformarlos en otra cosa.
El ritmo del francés es evidentemente el alejandrino dividido en dos hemistiquios de siete; el nuestro, evidentísimamente, es el romance octosílabo con dos partes, cuatro más cuatro, y también, por descontado, la estrofa de seguidilla, siete-cinco-siete-cinco. Son una serie de patrones que saltan a la vista y que están clarísimos en el folclore. Eso yo lo respeto profundamente, ¡pero es que no hay más que eso durante un período!
Ahí tenemos toda la inmensa riqueza del Siglo de Oro, por ejemplo, con los trabajos de las rimas de un señor como Góngora en las Soledades. Los versos que deja sin rimar y cuya rima, a lo mejor, viene muchísimo más tarde, preparada para que te des bien cuenta de ella, musicalmente pueden tener una riqueza y una cantidad enorme de posibilidades. Pues todo eso ha estado en barbecho prácticamente y a mí eso me parecía un pecado mortal.
JT: Un desperdicio.